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martes, 9 de octubre de 2012

Mi reino es para ti.


Sin castillos, ni banderas. Sobretodo sin banderas, porque son incapaces por definición, seguimos necesitando el templo de los perfumes para el evanescente dominio de los olores, pequeño Jean-Baptiste. Ni guardias con corazas, ni sirvientas abandonadas al olvido, ni consejeros traidores. Sin rey, ni jaque mate, ni reina a la que asaltar; sin princesas, ni monarquía omnipresente. Jugamos sin tablero a la anarquía del desorden, del todo. Del todo y de la nada. Del siempre, y del nunca, de esas palabras prohibidas. Anarquía de letras y acordes, que se enredan en los cristales empañados de un país donde siempre llueve, aunque no sabe llover. Anarquía de la gramática, la ortografía y la claridad de la escritura. Leyes finitas, que lo infinito también lo prohibimos.

Y las prohibiciones, ¡Prohibidas!

 Y si alguien desea prohibir algo más, que deje de desear, porque también lo prohibimos, y que se lance contra la ciudad para poner en marcha su plan maquiavélico. Como te decía, todo está hecho un desastre. Etiquetamos las cajas y lo dejamos todo ordenado, la última vez. Pero se sublevaron, se amotinaron, se revelaron. Fue una insurrección, una revolución en toda regla. Y sin medidas. Rompieron todas las cajas y quemaron todas las etiquetas, ya nadie sabe lo que es, lo que debería ser. Todos los tableros destrozados; los reyes, blancos, negros, huían despavoridos abandonando a reinas y princesas; y los peones, negros, blancos, aprovecharon la ocasión para aprisionar a las elegantes damas en las cárceles que bordeaban la partida, y las dejaban en el abismo de la mesa, perfilando sus almas contra el cristal.

Los relojes, sí, fue desastroso. Todas las manecillas retorcidas, convertidas en sonrisas de vencedores, desconocíamos el tiempo. Pedimos ayuda incluso al conejo blanco de la madriguera, pero la posibilidad de terminar anclado en un mundo sin horas se convirtió en el peor obstáculo y la mejor defensa de la insurgencia. Ya no teníamos tiempo, ni orden. Habíamos perdido tanto; desconocíamos el pasado, el futuro, los minutos y los intervalos. Sólo nos quedaba el presente para guiarnos. Los rebeldes defendían que nos habíamos liberado de las ataduras sexagesimales y de los convencionalismos de la tinta.

Habíamos sido un reino de estructura perfecta. Y ahora todos se habían vuelto locos, todos lo escribían sobre sus casas con la mirada encendida, sobre las calles con pasos vigorosos, sobre los labios de aquellos a quienes querían con besos intrépidos, la revolución es algo que se lleva en el alma, no en la boca para vivir de ella. Telas de cientos de colores brillaban en las calles, perseguidas por las risas de las figuras de otros tableros. Miles de fichas, rojas, amarillas, verdes, azules, invadían las murallas hasta derribarlas. Ahora ya tampoco teníamos defensa, ni cordura.

Al quedarnos sin nada, nos dimos cuenta de que lo teníamos todo. Y los nuevos lingüistas prohibieron también el todo y la nada. Y esparcieron polvo de estrellas por toda la ciudad, hasta enterrar los castillos bajo toneladas de purpurina. Ahora son palacios de hadas y sueños. Al final, sin Dios, ni patria, ni bandera. Al final, la anarquía del desorden. Al final, locos sin cuerdas, sin ataduras.

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