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martes, 28 de septiembre de 2010

1.

Un laberinto de calles se abría paso ante la aterrada mirada de Cristina. La oscuridad se había apoderado de las esquinas y la poca luz que emergían las farolas sobre la calzada sólo conseguía hacer más aterradora la triste callejuela por la que la chica había aparecido. Sus ropas parecían sucias, rotas. Su mirada petrificada en algún punto de la noche, sus piernas corriendo hacia ninguna parte y una agitada respiración como única melodía. Silencio. Demasiado silencio. Los latidos de su aterrorizado corazón se escuchaban en toda la ciudad. Pasos. Corre, Cristina, sálvate. Silencio. No, no confíes pequeña, huye. Unas rápidas zancadas recorrieron las calles que aparecían a los lados, buscando el mar. Tras unos minutos que se hicieron eternos el reflejo de la luna apareció sobre las oscuras aguas del mar. La playa, eternamente joven, se abría paso entre cientos de casas de marineros retirados, con sus vistosos colores y sus pequeños farolillos. A lo lejos, un gigantesco faro iluminaba el cielo. Cerca de la barriada de casas se vislumbraba un pequeño embarcadero, de viejas placas de madera corroídas por las saladas aguas. Sobre el muelle una figura, perfilada por la noche, sujetando un farol ennegrecido. Luchando por flotar, una pequeña barca esperaba junto al embarcadero, cerca de la misteriosa figura.

Cristina dudó. ¿Debía seguir y abandonarlo todo o regresar a por su familia? El farolillo que sujetaba la figura comenzó a emitir señales, como pequeños pestañeos de la pequeña luz. Largo, corto, largo, corto. Tu salvador mi niña, corre, corre y sálvate. Olvida todo cuanto has visto en esta ciudad y vive la vida que el destino quería robarte.

Desde las sombras de la barriada marítima, otra oscura figura observaba la huida de la chica mientras una maldición retumbaba bajo las calles y se perdía a orillas del mar. El personaje retrocede sobre sus propios pasos tarareando una siniestra melodía.

Diez minutos más tarde la barcaza lamía las siniestras aguas de la noche. Un profundísimo olor a salitre y lo que parecía insinuarse como la promesa de un mañana mejor acompañaron a Cristina en su viaje. Unos brazos la aferraron firmemente sobre las tablas que alguien había colocado a modo de asiento. Los párpados le pesaban casi tanto como las piernas y un cansancio sobrenatural se había instaurado en su pequeño y famélico cuerpo.

-Duerme tranquila, ahora estás a salvo. Te llevaré a casa.

Las palabras que aquella voz había pronunciado hacia ya varios días comenzaron a repetirse en la mente de la joven. Cada sílaba rebotaba sobre el cráneo de la chica para volver a repetirse segundos después. Poco a poco, recobró la consciencia y abrió los ojos. Ante su mirada, se desplegaba todo un arsenal de riquezas. El salitre del mar se colaba por la ventana acompañado de una brisa fresca e inconfundible. La cama era amplia y las sábanas de algodón tan frescas y suaves que parecían haber sido tejidas por los mismísimos Dioses.