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miércoles, 13 de febrero de 2013

Historia de un yo sin importancia.

Yo podría ser cualquiera, cualquiera con las suficientes agallas como para lanzarse de cabeza a la profundidad de todos los mares que convergen en tu mirada. Una vez más, soy un extra en esta historia, sólo la voz que te escribe. Un personaje que pasa desapercibido, pero tú...Tú eres el sinónimo del todo. 

Apareciste, caprichosa, cuando nadie te esperaba. Te plantaste de repente en mi vida, misterio de sonrisas y luz. Y yo, espíritu aventurero y complejo de cazador, me dispuse a descubrir cada una de las incógnitas que te envuelven, a cazarte cuando menos lo esperases.

Me has hecho poeta, susurrando que no hay más poesía que tus dedos jugando a recorrer mi espalda y me has enseñado a escribirte en cada caricia, en cada perturbador centímetro de ese cuerpo tuyo. Te has convertido en pensamiento perpetuo, has llenado mi mente con todas esas cosas tuyas, con esos pequeños detalles que nadie ha visto de ti. Has cambiado el lenguaje de mi vida: ya no pienso, te pienso; ya no miro, te miro; ya no sueño, te sueño; ya no respiro, te respiro; ya no quiero, te quiero. 

Cada día soy un poco menos yo, un poco más tú. Y cada día creo, con esa estupidez tan mía fruto de las horas en las que me he perdido en ti, que eres más mía. Te miro, todavía dormida, tumbada en ese campo de batalla al que tú te empeñas en llamar cama, y en el que te sueño cada noche que no estás. Pero tu nunca serás mía, ni mía ni de nadie. Me atrevería a decir que no puedes ser ni tuya. Eres el deseo incumplido, el sueño de Martin Luther King, la búsqueda de ese algo que haga que todo encaje. Eres utopía, toda tú eres la tierra prometida. 

Anhelo ser la sombra que se aferra a tus talones, inseparable de ese caminar de diosa que te lleva por este mundo tan triste. Deseo ser esa boca tuya, esos labios. Yo te quiero toda, te adoro entera. Y adoro cada parte de tu cuerpo. Me he enamorado de la forma en la que dejas caer la mirada cuando estás cansada, de esa sonrisa que te llena cuando huele aire de tormenta y todo se revuelve a tu alrededor, de la forma peculiar, precisa y única en la que coges los bolígrafos, pero también me he enamorado de tus arterias, de esos pulmones tuyos que arden cada vez que los llenas con ese aire que te recorre entera y al que tanto envidio, de todas y cada una de tus neuronas. Me provocas, como ves, con sólo vivir. Tú haces que todo parezca un pequeño milagro. 
Me matas con esa inocencia tuya, con el brillo de tu mirada cada vez que intento sorprenderte, con tus ganas de devorarlo todo, de romper el tiempo, de perderte entre mis sábanas, con esas ganas locas de salvarme de este mundo. 

¿Te he hablado de Cortázar, de Benedetti, de Pablo Neruda?¿De Bécquer, Quevedo, Lorca?¿Te he hablado de alguno de los miles de poetas que sólo saben escribirte, que sólo saben soñarte en sus letras? Y cómo quieres que no me sienta afortunado, si de entre todos ellos soy yo el único que ha inventado, borrado y dibujado mil y una veces esa boca tuya, si sólo a mi me has permitido perderme en tus caminos, emborracharme de tu aroma, acomodado sobre tu ombligo, preso del compás de tus latidos, esclavo del leve movimiento con que tu pecho acompaña a tu respiración. Cómo no llorar de rabia cada vez que el viento se empeña en jugar con tu pelo, cómo no hacerlo de felicidad cada vez que me robas un beso, cada vez que me miras o cada vez que persigues las líneas de mi mano con tus dedos.

Hoy por hoy, me considero un perdedor preso de tu risa, esclavo de ti, amándote irremediablemente. 

Para Paula, en un intento desesperado por demostrar que la literatura puede ser la más deliciosa de las mentiras. Y que ella puede ser la más increíble de las musas.