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lunes, 9 de enero de 2012

Continuidad de los parques, Julio Cortázar. Final alternativo.



Había empezado a leer la novela unos  días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la  finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso  despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. 


Por unos instantes, se perdió en la creciente noche, abandonado a sus pensamientos. La luz de la luna lamía con cuidado  los centenarios arboles que le acompañaban y, sin saber si era ilusión o realidad, entre las viejas ramas apareció una figura. Fugitivo y acechante a su vez, se acercaba con sigilo a su objetivo, saboreando la gloria en los labios perfilados de aquella que le había robado el alma. El puñal, acomodado en su pecho, herido de rabia y de pasión, parecía atravesarle, gélido e imparable, hasta envenenarle el corazón y robarle la mirada que había enamorado durante noches aquella cabaña. 

Un golpe seco atraviesa el parqué, el libro ha caído de unas manos temblorosas rompiendo un hechizo que había convertido a su dueño en protagonista de la ficción desgarradora de aquel tomo maldito. Recoge el libro y lo guarda con un desprecio latente en una de las estanterías de la sala. Abandona el estudio y se dirige a la habitación contigua. Allí le espera un alma derrotada por los recuerdos, abandonada a la hostilidad de unos ojos que quisieron de verdad, y unos labios perfilados con sabor a gloria.

A Virginia. Por unas clases maravillosas, y unas enseñanzas que, seguro, recordaremos siempre. Por aguantarnos como pocos y regalarnos momentos mágicos como los de hoy.