Gracias;

sábado, 17 de diciembre de 2011

Pequeñas voces sin cuerpo...

Tengo mil almas encerradas en mi mente. Se pasan los días en silencio y las noches envenenando mis ideas. Por la mañana se miran, rencorosas, unas a otras y se esconden en algún recoveco. En los atardeceres, si es que los hay algún día, se escucha al sol caer entre las montañas, en un silencio definitivo. Muchas veces suenan acordes de no se qué guitarra que hay perdida en mi cabeza y todas salen de sus escondites a mirarse con nostalgia. 

En invierno hay una hoguera, y a veces se pueden oler recuerdos de días felices. En verano se tumban frente a las neuronas y parece que las sonríen con sus ojos vacíos. En otoño desaparecen, regresan a su pequeño refugio y sólo se gritan en la oscuridad. Pero es en primavera cuando se fuman los recuerdos, las melodías, el calor y los gritos. 

Sobre mi frente, con los carbones fríos del invierno, escriben que esperar duele y me susurran desde dentro los recuerdos de sus vidas esperando una tarde libre. 

viernes, 7 de octubre de 2011

Todavía era de noche cuando apareció en el andén de aquella vieja y solitaria estación acompañada de una enorme maleta metálica, un tomo de alguna biblioteca perdida en unas coordenadas olvidadas y algún que otro objeto sin interés. A las 7:15 un enorme espectro blanco cruzó la estación seguido de un chirriante silbido, en su interior, un par de víctimas de la rutina y la cafeína observaban con los ojos vacíos el otro lado del gélido cristal mientras ella sonreía sin cesar al helado viento que llegó con el tren y desapareció tan pronto como éste lo hizo.

Aquella estación era un enorme esqueleto de metal, rodeado de unos anchos muros que habían vivido mucho más que todas las personas que la pisaban a diario, dos vías lo cruzaban, bombeando cada pocos minutos a cientos de pasajeros que evitaban cruzar miradas y corrían hacía el exterior, como hacen las hormigas en busca de alimento. Era un lugar demasiado frío para recibimientos y, a menudo, lágrimas de impotencia y tristeza se perdían camino al andén, junto con algún anónimo pasajero.

Ella, en cambio, se sentaba sobre su metálica maleta, sacaba de su bolsillo un buen puñado de caramelos, pasaba un rato observando a los rápidos fantasmas y a aquellos que, con la mirada perdida y la mente en otro lugar, parecían no querer escapar de aquella cárcel y, finalmente, se disponía a hablar con el ya mencionado libro. Muchos la tratarían de loca, muchos ya lo habían hecho, pero ella abría otro de esos fantásticos caramelos y un torrente de sabor llenaba su boca, mientras su mente ganaba la carrera a los viejos espectros que cruzaban la estación.

Aquel día, recordó una de esas preguntas que siempre traen cientos de respuestas diferentes, y se dispuso a contestarla. Diez años atrás se rió de todos aquellos que ya habían planeado su vida con dieciséis años y, en aquel momento, volvió a reírse de todos los que la seguían planeando, pensando en que hacer al día siguiente, en un par de semanas o el próximo verano, y sin darse cuenta que el tiempo se les escapaba de las manos.

Al fin, un majestuoso monstruo de hierro arañó las vías hasta llegar a la estación, ralentizando su frenético ritmo hasta convertirlo en un lento movimiento que terminó por morir muy cerca del lugar dónde nuestra enigmática protagonista esperaba. Ella cargó su maleta, y se dirigió hacia la cárcel blanquecina que la llevaría hasta su pequeño refugio. Allí comenzaban las más fantásticas vacaciones no-planeadas de la historia, ¿Su destino? Ni siquiera ella lo conocía…

miércoles, 23 de marzo de 2011

Letra tras letra...

Escribir es desgranar el alma, dejar correr las ideas bajo un manto de tinta oscura y espesa, sin pensar, tan sólo liberando a una encarcelada mente sobre el inmenso folio blanco. 

Me vuelvo loca durante días, semanas e incluso meses, por exprimir aunque sea la más ínfima y diminuta gota de mi alma sobre un papel que espera ansioso a convertirse en un tesoro, y no consigo nada. Frases vacías, palabras ausentes y connotaciones, cuanto menos, insignificantes. Me pregunto si este es el resultado de tanto esfuerzo, y yo misma acallo mis dudas. ¿Esfuerzo? No, en esos momentos sólo busco el papel para mantener en silencio a mi charlatana mente, que no me ofrece nada, salvo dudas y reyertas sobre quién soy y quién llegaré a ser en algún tiempo. 

En cambio, en noches tranquilas en las que duermo profundamente, me despierta un cosquilleo en la boca del estómago y, sin saber muy bien porqué, me dirijo al tercer cajón de mi cómoda y rescato a la olvidada libreta de matemáticas. En ella, se mezclan ecuaciones y poemas de amor inacabados, frases que ni yo misma comprendo pero que consiguen que se me erice la piel de todo el cuerpo, y algún que otro misterioso párrafo. Sin poder evitarlo, mi mente se apodera de mis manos y comienzo a escribir. Palabras que aparecen de la nada, que ni siquiera yo escucho en mi cabeza. Estoy consiguiendo el silencio de mi mente, y la satisfacción de impregnar el papel con mi alma, con sentimientos que no sabía que sentía y con expresiones que no recuerdo haber escuchado pero que, sin duda, tienen un gran sentido. No entiendo lo que escribo, las letras pierden su forma y ya ni miro el papel, el cosquilleo en mi estómago es enorme y parece que me falta el aire... hasta que lo consigo, pongo punto y final. 

Mi obra, mi pequeña e incomprendida obra está terminada. Y no hay satisfacción, sentimiento ni palabras, para describir lo que se siente al transformar en alma en letras, al sentir el vacío en la mente y la plenitud en las páginas de una vieja libreta verde. 

Yo podré morir, lo haré, como todos, pero mi pequeña y incomprendida obra perdurara en el tiempo, será eterna, como todas las pequeñas porciones de mi alma que estarán perdidas, letra tras letra.

martes, 1 de febrero de 2011

Recordar.

Recordar sus besos, ese escalofrío que sólo se consigue con un chapuzón en agua salada,
recordar sus brazos, acercándote a sus profundos ojos como el mar en calma,
recordar su risa, como una pequeña ola juguetona que te persigue por la costa,
recordar su tristeza, como la solitaria sirena de un barco en alta mar, 
recordar su voz, susurrando como la leve brisa marina, jugando en tu oído,
recordar la impotencia de su mirada, un mar turbado de pensamientos oscuros,
recordar su silueta alejándose sobre el asfalto como se aleja el sol de la playa.
Recordar su aroma como se recuerda al mar en días de lluvia...

Y caer en la cuenta, el verano terminó.

domingo, 16 de enero de 2011

4.

Despuntaba el alba sobre las blanquecinas casas que se encontraban junto al mar mientras Cristina se movía cual bailarina de ballet por la habitación. Su pelo castaño bailaba con sus pasos y los suaves rizos se mecían con la brisa marina. Vestía un corto camisón de algodón, que también bailaba al ritmo de aquella melodía mientras sus pies descalzos marcaban el ritmo. Siguió bailando, con los ojos cerrados, hasta que una traviesa lágrima resbaló por su mejilla. En su mente, una orquesta de cientos de músicos hacía que aquella clásica, típica e incluso un tanto ñoña melodía sonase como no lo había hecho en ningún auditorio. Comenzaba el espectáculo una vez más, y las afiladas manos del pianista se lanzaban a su instrumento, acariciaba las teclas mientras los primeros sonidos nacían en la cabeza de Cristina y una voz contaba la historia de aquella perdida parte de la ciudad. Cristina lloraba. Aquella no era la voz que esperaba escuchar, ella quería oír la desafinada voz de su padre, susurrando las frases al viento mientras la mecía cuando apenas era un bebé. Quería oír también la femenina y dulce voz de su madre, aquella mujer cuyo rostro apenas recordaba, tarareando aquella melodía, su melodía. Pero Cristina tuvo que conformarse con la voz de Aznavour, aquel francés de voz profunda, cantando la que había sido, en sus primeros años, su más preciada melodía.

El sonido de un ahogado motor la hizo despertar de su delirio. Abrió los ojos con delicadeza, sin prisa y dejó que una última lágrima resbalase hasta fundirse con el algodón de su camisón. Bajó las escaleras al tiempo que se colocaba el cabello y llegó a la puerta, esperando escuchar los firmes pasos del cartero y el particular sonido de las cartas resbalando bajo la puerta. Se arrodilló a unos centímetros del marco de la puerta, esperando una carta, tal sólo una que hablase de su padre, de su vida, de su paradero o incluso, y aunque a Cristina le costase admitirlo, de su muerte. Aparecieron tres cartas y el ahogado motor se perdió en el tiempo, camino de las colinas. Un pequeño sobre llamó la atención de la joven, el tono ocre del sobre reavivó la esperanza en el más profundo rincón del corazón de Cristina.

Aunque sentía que el corazón le latía a una velocidad inhumana y que sus pulmones eran incapaces de respirar, esperó hasta la llegada de Giagiá para abrir el sobre y descubrir quién lo firmaba. El destinatario de la carta era Giagiá, y en el remitente sólo aparecía una palabra: Montmartre. Los minutos pasaban lentos, se hacían eternos delante de aquel pequeño sobre hasta que, al fin, un manojo de llaves sonó al otro lado de la puerta y una jovial risa acompañó al movimiento de la puerta al abrirse.

-Kaló apógev̱ma mikrés!

-Giagiá, ha llegado carta. Ábrela, por favor.

La anciana mujer se acercó a la mesa donde reposaba el sobre, lo tomó y recorrió el corredor central hasta llegar a una pequeña mesita. Allí, abrió uno de los cajones y extrajo un abrecartas decorado con pequeñas conchas. Cuando abrieron el sobre, descubrieron un papel envejecido, lleno de arrugas y rotos y con alguna huella marcada en los laterales. A pesar de la rudeza que ofrecía una carta presentada en esas condiciones, la letra era clara, de aire aristocrático y cursiva. Después de leerla para sus entrañas, Giagiá se dispuso a relatar la carta a Cristina y Pavlo:

Querida Giagiá:
Espero que Cristina haya recuperado su sonrisa y que le estés mostrando todo lo que debe saber. Jules la echa de menos y, cuando no delira, pregunta por ella. Estamos en Paris, tú ya sabes cuál es nuestro lugar preferido de Paris. Hemos vuelto al viejo ático y todo está tal y como lo dejamos. Bueno, no todo. Encontramos una nota escondida tras la mesilla de la vieja habitación, era de Aileen…¡Está viva Giagiá! ¡La madre de Cristina, la amada de Jules y tu hija!¡Está viva! Ahora está en otro lugar, no sabemos muy bien dónde, pero sabemos que sigue viva. Estamos vigilando los anuncios de los periódicos, no sería la primera vez que Aileen intentase hablar con nosotros utilizando el periódico, pero por ahora no da señales. Jules tiene grandes lagunas y a veces olvida quien es y se encierra en su habitación.

Pronto tendremos que irnos, los vecinos sospechan y la otra noche un hombre merodeó por la plaza. Tengo miedo Giagiá, todos lo tenemos.

Te quiere,
Germain