Taburetes de cuero y azulejos en
las paredes. Un espejo oxidado tras la barra, junto al camarero que, silbando
sin demasiado entusiasmo, limpiaba unos cuantos vasos. Una mezcla de humo y
polvo cubría el ambiente, la luz a penas atravesaba unos metros hasta
convertirse en más humo, en más polvo.
Los parroquianos, como náufragos
de los 90, se arremolinaban alrededor de una vieja mesa de billar, en el oasis
que era para ellos aquel establecimiento. Un par de ellos disputaban una
terrible partida a los naipes en una pequeña mesa perdida entre el humo y los
posters de viejas glorias, otro, abandonado al placer de su habano, leía
ensimismado el periódico. El reloj parecía haber detenido su tic-tac años
atrás, seguramente indignado con la ley
anti-tabaco o tal vez abandonado a su suerte en aquella pared.
Martini seco con hielo en un vaso
que hubiese sido el hazmerreír de cualquier coctelero. Un dedo tamborileando,
paseando hacía el abismo en el borde de aquel vaso. Una sonrisa presa de
demasiados besos sin sabor. Frente a ella, camisa abierta, pelo revuelto y un
par de colgantes intentando adentrarse en su pecho.
-Me gustan tus gafas.
-¿Éstas? – Dice mientras señala
con un gesto desenfadado las Ray-Ban que hay sobre su cabeza.
-Pasando del recurso capitalista,
si, te quedan bien.
Ríe. Ella le mira curiosa, escrutándole
con la mirada, buscando un gesto que no encuentra.
Termina con su risa haciéndola
chocar contra la cerveza. Le da un trago y la mira, todavía con el tercio en la
mano. Saborea a su rubia preferida sin dejar de mirarla.
-Ha llovido mucho desde entonces. – Suelta de repente, con
una media sonrisa, mientras su mente huye calle arriba, hacia donde miran sus
ojos.
-No. –Ella sigue mirándole a los ojos, esperando que le
devuelva la mirada
-¿Cómo?- Se vuelve hacia ella, extrañado. Apoya los codos
sobre la mesa, deja la cerveza y, finalmente, la mira a los ojos.
-No llueve tanto como creemos.
Silencio. Hasta que ella estalla en carcajadas. Sus dedos se
han empapado de Martini, cayó al abismo.