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sábado, 17 de noviembre de 2012

Amores que matan


Cae la tarde sobre el campo de octubre, demasiado soleada para perderse en el calor del fuego, demasiado fría para sonreír a la nostalgia. Un camino, empolvado de viajeros inexistentes y pisado por recuerdos, serpentea entre los todavía dorados campos. La brisa, que aparece y desaparece caprichosa, hace jugar a las espigas que se mantienen en pie. Rozando el horizonte, cabañas deshabitadas con olor a humo de quién sabe cuántos años atrás.

Rompiendo el silencio, una sombra dubitativa, perdida, aparece cruzando el campo. Su preocupación se torna en una tímida sonrisa al descubrir, como un oasis en mitad del desierto, aquel amasijo de viejas casas que un día debió de ser el orgullo de labradores.

Llama dubitativamente a la puerta de la primera cabaña, convencido ya de que nadie saldrá a recibirlo. Los toques de sus nudillos contra la vieja madera parecen despertar el invierno en aquel lugar. Una niebla densa comienza a reptar por los tobillos del viajero, cubriendo hasta dónde alcanza la vista, sumiendo a aquel recodo de la nada en una súbita noche helada. La mirada, hasta ahora escéptica, de nuestro personaje se pasea entre las brumas en busca de alguna explicación. Entonces, y quizás por el fuerte viento que había comenzado a pasear entre lo que un día fueron calles, la puerta se abre de un golpe y el viajero, arrastrado por la ventisca, el miedo o la aparición de una fe absoluta en los sucesos sin explicación, se adentra en las entrañas de la oscura cabaña.

Arrinconado contra la pared, sintiendo el frío apoderándose de su cuerpo, cierra los ojos en busca de una respuesta. Piensa en rezar, pero no sabe muy bien a qué o a quién debería dedicar sus oraciones. Se pierde en sus pensamientos, pequeñas punzadas de dolor atacan sus costados y, poco a poco, cada vez más, se refugia entre sus brazos, cobrando la forma de un niño asustado. Perdido, sin saber ya si entre la niebla o entre sus propios miedos, cientos de pensamientos atraviesan su mente. Un aterrador y cortante aullido rompe con todo aquello que su mente maquinaba. El viajero, de alma curiosa, entreabre la puerta de la mugrienta cabaña y levanta la vista buscando un cielo en el que salvarse. El brillo de la luna se abre paso entre la neblina, rodeada de un halo rojizo, exhibiendo su lado más temible, exigiendo, por otro lado, que también la tierra se tiñese de rojo aquella noche.

Un temblor que no había aparecido nunca antes se posa sobre sus manos, que se agarran todavía al madero de la puerta, la mirada hipnotizada por el erotismo prohibido de la luna. Una fuerza invisible aprisiona sus hombros, aferrándose poco a poco a su garganta, sin permitirle respirar. Por instinto, aparta la vista de la musa de la noche, volviendo a sentir en aire entrando en sus pulmones. Consciente ya de que debe elegir entre morir o huir a toda prisa de aquel infierno congelado, comienza a correr sin rumbo entre las calles, convertidas en un siniestro laberinto sin salida. El frío se cala en sus huesos y le recorre las entrañas, parando a descansar en sus más oscuras pesadillas. El cansancio le abate y, contra su voluntad, cae de rodillas frente a una vieja casona de piedra.

Volviendo a buscar la fe, desesperado ya, mira al cielo. Rodeado de aquella niebla que parece robarle el aire, persiguiéndole por cada rincón que recorre, vuelve a sentir el brillo de la luna en sus pupilas. Hipnotizado por el satélite que, como una mujer, perfila, cada vez más, de un tono escarlata su cuerpo. Un movimiento a su espalda le hace reaccionar, dejando atrás el idilio que mantenía con la luna. Al principio aparece como una sombra, imposible de distinguirse entre la niebla, todavía lejos. Poco a poco cobra forma, amenazante, el lobo aúlla a la luna, como prometiendo el trofeo de sangre que ella lleva pidiendo toda la noche.

El viajero comienza a huir, despavorido, hacía ninguna parte. Los latidos de su corazón y sus pasos torpes y veloces se convierten en la melodía fúnebre de su fin. Cansado, se derrumba contra el camino que le había llevado a aquel pueblo maldito y allí, rozando con sus mejillas el frío suelo, palpitando todavía, sonríe, como si su vida, como si él mismo, no tuviesen ningún valor, como si sólo hubiese perdido el amor de una dama que le ofrecía la eternidad.