Gracias;

martes, 2 de abril de 2013

CON LA MÚSICA (Y LAS LETRAS) A OTRA PARTE

Tras años tratando de etiquetarlos, encasillarlos y separarlos he decidido que todos mis textos (los de aquí y los de allí) merecen crear su propio caos, juntos, y no separados cruelmente bajo un nombre que no los representa. Porque por mucho que luchemos por separarlas, ficción y realidad son sinónimos para quien escribe.

http://unmuraldescolorit.blogspot.com/

miércoles, 13 de febrero de 2013

Historia de un yo sin importancia.

Yo podría ser cualquiera, cualquiera con las suficientes agallas como para lanzarse de cabeza a la profundidad de todos los mares que convergen en tu mirada. Una vez más, soy un extra en esta historia, sólo la voz que te escribe. Un personaje que pasa desapercibido, pero tú...Tú eres el sinónimo del todo. 

Apareciste, caprichosa, cuando nadie te esperaba. Te plantaste de repente en mi vida, misterio de sonrisas y luz. Y yo, espíritu aventurero y complejo de cazador, me dispuse a descubrir cada una de las incógnitas que te envuelven, a cazarte cuando menos lo esperases.

Me has hecho poeta, susurrando que no hay más poesía que tus dedos jugando a recorrer mi espalda y me has enseñado a escribirte en cada caricia, en cada perturbador centímetro de ese cuerpo tuyo. Te has convertido en pensamiento perpetuo, has llenado mi mente con todas esas cosas tuyas, con esos pequeños detalles que nadie ha visto de ti. Has cambiado el lenguaje de mi vida: ya no pienso, te pienso; ya no miro, te miro; ya no sueño, te sueño; ya no respiro, te respiro; ya no quiero, te quiero. 

Cada día soy un poco menos yo, un poco más tú. Y cada día creo, con esa estupidez tan mía fruto de las horas en las que me he perdido en ti, que eres más mía. Te miro, todavía dormida, tumbada en ese campo de batalla al que tú te empeñas en llamar cama, y en el que te sueño cada noche que no estás. Pero tu nunca serás mía, ni mía ni de nadie. Me atrevería a decir que no puedes ser ni tuya. Eres el deseo incumplido, el sueño de Martin Luther King, la búsqueda de ese algo que haga que todo encaje. Eres utopía, toda tú eres la tierra prometida. 

Anhelo ser la sombra que se aferra a tus talones, inseparable de ese caminar de diosa que te lleva por este mundo tan triste. Deseo ser esa boca tuya, esos labios. Yo te quiero toda, te adoro entera. Y adoro cada parte de tu cuerpo. Me he enamorado de la forma en la que dejas caer la mirada cuando estás cansada, de esa sonrisa que te llena cuando huele aire de tormenta y todo se revuelve a tu alrededor, de la forma peculiar, precisa y única en la que coges los bolígrafos, pero también me he enamorado de tus arterias, de esos pulmones tuyos que arden cada vez que los llenas con ese aire que te recorre entera y al que tanto envidio, de todas y cada una de tus neuronas. Me provocas, como ves, con sólo vivir. Tú haces que todo parezca un pequeño milagro. 
Me matas con esa inocencia tuya, con el brillo de tu mirada cada vez que intento sorprenderte, con tus ganas de devorarlo todo, de romper el tiempo, de perderte entre mis sábanas, con esas ganas locas de salvarme de este mundo. 

¿Te he hablado de Cortázar, de Benedetti, de Pablo Neruda?¿De Bécquer, Quevedo, Lorca?¿Te he hablado de alguno de los miles de poetas que sólo saben escribirte, que sólo saben soñarte en sus letras? Y cómo quieres que no me sienta afortunado, si de entre todos ellos soy yo el único que ha inventado, borrado y dibujado mil y una veces esa boca tuya, si sólo a mi me has permitido perderme en tus caminos, emborracharme de tu aroma, acomodado sobre tu ombligo, preso del compás de tus latidos, esclavo del leve movimiento con que tu pecho acompaña a tu respiración. Cómo no llorar de rabia cada vez que el viento se empeña en jugar con tu pelo, cómo no hacerlo de felicidad cada vez que me robas un beso, cada vez que me miras o cada vez que persigues las líneas de mi mano con tus dedos.

Hoy por hoy, me considero un perdedor preso de tu risa, esclavo de ti, amándote irremediablemente. 

Para Paula, en un intento desesperado por demostrar que la literatura puede ser la más deliciosa de las mentiras. Y que ella puede ser la más increíble de las musas. 

sábado, 17 de noviembre de 2012

Amores que matan


Cae la tarde sobre el campo de octubre, demasiado soleada para perderse en el calor del fuego, demasiado fría para sonreír a la nostalgia. Un camino, empolvado de viajeros inexistentes y pisado por recuerdos, serpentea entre los todavía dorados campos. La brisa, que aparece y desaparece caprichosa, hace jugar a las espigas que se mantienen en pie. Rozando el horizonte, cabañas deshabitadas con olor a humo de quién sabe cuántos años atrás.

Rompiendo el silencio, una sombra dubitativa, perdida, aparece cruzando el campo. Su preocupación se torna en una tímida sonrisa al descubrir, como un oasis en mitad del desierto, aquel amasijo de viejas casas que un día debió de ser el orgullo de labradores.

Llama dubitativamente a la puerta de la primera cabaña, convencido ya de que nadie saldrá a recibirlo. Los toques de sus nudillos contra la vieja madera parecen despertar el invierno en aquel lugar. Una niebla densa comienza a reptar por los tobillos del viajero, cubriendo hasta dónde alcanza la vista, sumiendo a aquel recodo de la nada en una súbita noche helada. La mirada, hasta ahora escéptica, de nuestro personaje se pasea entre las brumas en busca de alguna explicación. Entonces, y quizás por el fuerte viento que había comenzado a pasear entre lo que un día fueron calles, la puerta se abre de un golpe y el viajero, arrastrado por la ventisca, el miedo o la aparición de una fe absoluta en los sucesos sin explicación, se adentra en las entrañas de la oscura cabaña.

Arrinconado contra la pared, sintiendo el frío apoderándose de su cuerpo, cierra los ojos en busca de una respuesta. Piensa en rezar, pero no sabe muy bien a qué o a quién debería dedicar sus oraciones. Se pierde en sus pensamientos, pequeñas punzadas de dolor atacan sus costados y, poco a poco, cada vez más, se refugia entre sus brazos, cobrando la forma de un niño asustado. Perdido, sin saber ya si entre la niebla o entre sus propios miedos, cientos de pensamientos atraviesan su mente. Un aterrador y cortante aullido rompe con todo aquello que su mente maquinaba. El viajero, de alma curiosa, entreabre la puerta de la mugrienta cabaña y levanta la vista buscando un cielo en el que salvarse. El brillo de la luna se abre paso entre la neblina, rodeada de un halo rojizo, exhibiendo su lado más temible, exigiendo, por otro lado, que también la tierra se tiñese de rojo aquella noche.

Un temblor que no había aparecido nunca antes se posa sobre sus manos, que se agarran todavía al madero de la puerta, la mirada hipnotizada por el erotismo prohibido de la luna. Una fuerza invisible aprisiona sus hombros, aferrándose poco a poco a su garganta, sin permitirle respirar. Por instinto, aparta la vista de la musa de la noche, volviendo a sentir en aire entrando en sus pulmones. Consciente ya de que debe elegir entre morir o huir a toda prisa de aquel infierno congelado, comienza a correr sin rumbo entre las calles, convertidas en un siniestro laberinto sin salida. El frío se cala en sus huesos y le recorre las entrañas, parando a descansar en sus más oscuras pesadillas. El cansancio le abate y, contra su voluntad, cae de rodillas frente a una vieja casona de piedra.

Volviendo a buscar la fe, desesperado ya, mira al cielo. Rodeado de aquella niebla que parece robarle el aire, persiguiéndole por cada rincón que recorre, vuelve a sentir el brillo de la luna en sus pupilas. Hipnotizado por el satélite que, como una mujer, perfila, cada vez más, de un tono escarlata su cuerpo. Un movimiento a su espalda le hace reaccionar, dejando atrás el idilio que mantenía con la luna. Al principio aparece como una sombra, imposible de distinguirse entre la niebla, todavía lejos. Poco a poco cobra forma, amenazante, el lobo aúlla a la luna, como prometiendo el trofeo de sangre que ella lleva pidiendo toda la noche.

El viajero comienza a huir, despavorido, hacía ninguna parte. Los latidos de su corazón y sus pasos torpes y veloces se convierten en la melodía fúnebre de su fin. Cansado, se derrumba contra el camino que le había llevado a aquel pueblo maldito y allí, rozando con sus mejillas el frío suelo, palpitando todavía, sonríe, como si su vida, como si él mismo, no tuviesen ningún valor, como si sólo hubiese perdido el amor de una dama que le ofrecía la eternidad.



martes, 9 de octubre de 2012

Mi reino es para ti.


Sin castillos, ni banderas. Sobretodo sin banderas, porque son incapaces por definición, seguimos necesitando el templo de los perfumes para el evanescente dominio de los olores, pequeño Jean-Baptiste. Ni guardias con corazas, ni sirvientas abandonadas al olvido, ni consejeros traidores. Sin rey, ni jaque mate, ni reina a la que asaltar; sin princesas, ni monarquía omnipresente. Jugamos sin tablero a la anarquía del desorden, del todo. Del todo y de la nada. Del siempre, y del nunca, de esas palabras prohibidas. Anarquía de letras y acordes, que se enredan en los cristales empañados de un país donde siempre llueve, aunque no sabe llover. Anarquía de la gramática, la ortografía y la claridad de la escritura. Leyes finitas, que lo infinito también lo prohibimos.

Y las prohibiciones, ¡Prohibidas!

 Y si alguien desea prohibir algo más, que deje de desear, porque también lo prohibimos, y que se lance contra la ciudad para poner en marcha su plan maquiavélico. Como te decía, todo está hecho un desastre. Etiquetamos las cajas y lo dejamos todo ordenado, la última vez. Pero se sublevaron, se amotinaron, se revelaron. Fue una insurrección, una revolución en toda regla. Y sin medidas. Rompieron todas las cajas y quemaron todas las etiquetas, ya nadie sabe lo que es, lo que debería ser. Todos los tableros destrozados; los reyes, blancos, negros, huían despavoridos abandonando a reinas y princesas; y los peones, negros, blancos, aprovecharon la ocasión para aprisionar a las elegantes damas en las cárceles que bordeaban la partida, y las dejaban en el abismo de la mesa, perfilando sus almas contra el cristal.

Los relojes, sí, fue desastroso. Todas las manecillas retorcidas, convertidas en sonrisas de vencedores, desconocíamos el tiempo. Pedimos ayuda incluso al conejo blanco de la madriguera, pero la posibilidad de terminar anclado en un mundo sin horas se convirtió en el peor obstáculo y la mejor defensa de la insurgencia. Ya no teníamos tiempo, ni orden. Habíamos perdido tanto; desconocíamos el pasado, el futuro, los minutos y los intervalos. Sólo nos quedaba el presente para guiarnos. Los rebeldes defendían que nos habíamos liberado de las ataduras sexagesimales y de los convencionalismos de la tinta.

Habíamos sido un reino de estructura perfecta. Y ahora todos se habían vuelto locos, todos lo escribían sobre sus casas con la mirada encendida, sobre las calles con pasos vigorosos, sobre los labios de aquellos a quienes querían con besos intrépidos, la revolución es algo que se lleva en el alma, no en la boca para vivir de ella. Telas de cientos de colores brillaban en las calles, perseguidas por las risas de las figuras de otros tableros. Miles de fichas, rojas, amarillas, verdes, azules, invadían las murallas hasta derribarlas. Ahora ya tampoco teníamos defensa, ni cordura.

Al quedarnos sin nada, nos dimos cuenta de que lo teníamos todo. Y los nuevos lingüistas prohibieron también el todo y la nada. Y esparcieron polvo de estrellas por toda la ciudad, hasta enterrar los castillos bajo toneladas de purpurina. Ahora son palacios de hadas y sueños. Al final, sin Dios, ni patria, ni bandera. Al final, la anarquía del desorden. Al final, locos sin cuerdas, sin ataduras.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Llueve sobre mojado


Taburetes de cuero y azulejos en las paredes. Un espejo oxidado tras la barra, junto al camarero que, silbando sin demasiado entusiasmo, limpiaba unos cuantos vasos. Una mezcla de humo y polvo cubría el ambiente, la luz a penas atravesaba unos metros hasta convertirse en más humo, en más polvo.

Los parroquianos, como náufragos de los 90, se arremolinaban alrededor de una vieja mesa de billar, en el oasis que era para ellos aquel establecimiento. Un par de ellos disputaban una terrible partida a los naipes en una pequeña mesa perdida entre el humo y los posters de viejas glorias, otro, abandonado al placer de su habano, leía ensimismado el periódico. El reloj parecía haber detenido su tic-tac años atrás,  seguramente indignado con la ley anti-tabaco o tal vez abandonado a su suerte en aquella pared.

Martini seco con hielo en un vaso que hubiese sido el hazmerreír de cualquier coctelero. Un dedo tamborileando, paseando hacía el abismo en el borde de aquel vaso. Una sonrisa presa de demasiados besos sin sabor. Frente a ella, camisa abierta, pelo revuelto y un par de colgantes intentando adentrarse en su pecho.

-Me gustan tus gafas.

-¿Éstas? – Dice mientras señala con un gesto desenfadado las Ray-Ban que hay sobre su cabeza.

-Pasando del recurso capitalista, si, te quedan bien.

Ríe. Ella le mira curiosa, escrutándole con la mirada, buscando un gesto que no encuentra.
Termina con su risa haciéndola chocar contra la cerveza. Le da un trago y la mira, todavía con el tercio en la mano. Saborea a su rubia preferida sin dejar de mirarla.

-Ha llovido mucho desde entonces. – Suelta de repente, con una media sonrisa, mientras su mente huye calle arriba, hacia donde miran sus ojos.

-No. –Ella sigue mirándole a los ojos, esperando que le devuelva la mirada

-¿Cómo?- Se vuelve hacia ella, extrañado. Apoya los codos sobre la mesa, deja la cerveza y, finalmente, la mira a los ojos.

-No llueve tanto como creemos.

Silencio. Hasta que ella estalla en carcajadas. Sus dedos se han empapado de Martini, cayó al abismo. 

viernes, 18 de mayo de 2012

L'ampit de la finestra


Els diccionaris s’obstinaven a definir l’amor com un sentiment intens que l’ésser humà busca i necessita, els científics com una reacció bioquímica combinada amb un còctel de feromones, les senyores com la passió desbordant entre Anastasia Helena i Patricio Juan, podent ser aquestos qualsevol dels protagonistes de les telenovel·les i mini sèries que abundaven a la sobretaula de l'època, els més pessimistes com una malaltia, alguns com una simple tàctica per a robar besos i carícies en la nit, però ella, en canvi, el definia com una cosa totalment visual. 

Vaig escoltar la seua teoria centenars de vegades, parlava de com les seues pupil·les es dilataven i se li eriçava el pèl de tot el cos, com xicotetes descàrregues que li recorrien l’esquena. “I tot d’un sol cop d’ull” deia, mentre conjurava amb els seus llavis un somriure que, sense que ella ho sabera ni jo ho intuira, em robaria la son anys després. Mantenia el guió com ho fan les bones actrius, creant una melodia amb els seus moviments, acompassant-los amb la seua respiració i fent de l’argument un simple llenç sobre el que pintar els seus ideals.
Passàvem les vesprades tancats al vell altell, amagats entre torres de llibres que perillaven en desfer-se en pols i retalls de l’ànima d’escriptors sense destí, mentre fora es conformaven amb jugar, a donar tocs a un vell baló de cuir o somiar amb ser princeses, com la d’aquella pel·lícula, enfundada en unes incomodíssimes sabatetes de vidre. Sovint ens recolzàvem a l’ampit de la finestra, i passàvem la vesprada veient com el món continuava sense la necessitat de la nostra existència. Altres dies, en canvi, desapareixíem en el bosc, perseguint un exèrcit de malvats donyets que ens havien robat les ganes de volar a Neverland.

Amb els anys, deixàrem enrere aquell fantàstic univers que havíem creat sols ella i jo, el varem cobrir amb un poc de pols, com el que cobria els volums que mai no ens cansarem de llegir al altell, i deixàrem que les hormones agitaren les nostres neurones fins deixar-les sense alè. La distància que ens separava era enorme, “com un enorme toll amb el qual, si ens esguitàrem, faríem desaparèixer la Terra” em va xiuxiuejar a l’orella el dia que va marxar. Les lliçons de geografia d’aquells anys difusos em varen ensenyar que, efectivament, l’Atlàntic no era un toll fàcil de botar.

Jo la imaginava en la cima d’aquell mític edifici, recolzada sobre l’ampit de la finestra i brandint el seu somriure màgic, deixant passar el temps mentre observava a un enorme King Kong escalant cap al cel amb la seua estimada en la mà reivindicant que era seua i només seua.

El correu arribava a poc a poc, amb mesos de retard. Encara així, jo li escrivia cada setmana, enamorant-me d’una joveneta que només podia vore a la meua ment. Agafava la ploma i sentia la seua mà guiant la meua, dictant-me a l’orella, amb la delicadesa d’una ballarina de ballet, allò que volia escoltar. La veia en cada racó, taral·lejant aquella incomprensible cançó amb la que tantes voltes ens havíem rigut, temptant-me amb una mirada picardiosa i picant-me l’ullet abans de girar-se i desaparèixer entre boires. Ella em parlava de Nova York com una enorme ratera, incansable al rellotge, sempre desperta, coberta de pols, “com els llibres de l’altell, com els trobe a faltar, i a tu”. Deia que m’enyorava, però com a un llibre, com a un altre objecte més dels que, per força de la costum, s’havien fets quotidians.

La dibuixava a la meua ment, començant per aquell somriure que em tornava boig i pujant a poc a poc, com un cineasta inexpert que abusa dels primers plans, fins poder perdre’m en la seua mirada felina, emmarcada per una cabellera que li queia pels muscles, formant cascades de foc que lluitaven per aconseguir els seus pits, en els que tampoc m’importaria perdre’m.

Passava hores desfent-me sota els seus vestits de seda, suposant que en Nova York també els portava. Als meus somnis, ella feia olor a canyella, i jo li cuinava com en aquella desconeguda pel·lícula de nom impronunciable en la seua versió original, mentre ella es gronxava al ritme de les pulsacions, estenent els braços fins acaronar la meua ànima. Desprès obria els ulls de nou, i em trobava davant milions de diminuts nombres que em plantaven cara valent-se de trigonometria i estranys símbols.

Mai em va parlar de ningú a Nova York, jo tampoc ho vaig fer, encara que els dos sabíem bé que altres boques ens havien besat. Manteníem com un secret a veus allò que sentíem. Les seues cartes em contaven històries d’amor que jo no podia comprendre. Sovint, ella em preguntava si havia vist l’amor, i jo maleïa no poder oferir-li cap resposta.  L’última vegada que li vaig escriure, li demaní que em contara, com feia abans, asseguts amb les cames creuades sobre el terra de l’altell, la primera vegada que va vore l’amor.

Caminava darrere d’una parella, d’aquelles que de tant perdre’s en la mirada de l’altre ja no sentien la necessitat de caminar a uns mil·límetres de distància, jugant amb els seus dits i dedicant-se somriures. La dona passejava la seua mirada per un parc proper i ell, l’havia perdut en algun dels xicotets núvols que es dibuixaven al cel, es cobrien amb aquella cuirassa invisible que ens converteix en un altra ombra més caminant en la ciutat. Fou quasi imperceptible. Ell es va girar, mirant-la amb una dolçor que segons abans no existia, desprenent-se amb violència d’aquella màscara, llançant ben lluny l’orgull que l’havia fet observar els núvols, s’apropà al seu oït, murmurant quelcom inaudible, o potser només volia assegurar-se que la seua estimada continuava allà, que existia de debò i no era només una il·lusió. Mentre continuava cridant el seu relat mut, la seua mà, experta en carícies, recorria el braç de la dona, amb la delicadesa del vent i l’emoció d’un adolescent, fins arribar a la seua mà, on ambdues es van fondre, entrellaçant-se, confirmant la creença de l’home i provocant un d’aquells somriures que tan prompte es creen han desaparegut. No hi va haver un bes, no van pactar un t’estime, no s’abraçaren fins a desaparèixer en l’horitzó. Simplement continuaren caminant, segurs que ningú havia descobert que ja no s’emmascaraven.

Amb el temps, vaig convertir aquella quartilla en una mena de Bíblia, on refugiava els meus dubtes i anava en busca de fe, però també en un mapa que marcava les coordenades on podria trobar allò que buscava. Passava les vesprades caminant d’un lloc a un altre, sense cap rumb, amb la carta guardada a la butxaca, tocant-la de tant en tant per assegurar-me que continuava allà. Perdia la noció del temps navegant en aquells mars de quitrà que inundaven la ciutat, buscant mirades i riures, sense cap resultat.

Vaig escriure centenars de cartes reivindicant el meu dret a conèixer aquella veritat que semblava no ser revelada a ningú, cartes que van acabar sent combustible de les flames o que van desaparèixer amb un sol clic, que mai van arribar al seu destí. Mentre jo seguia buscant el tresor, com un pirata enamorat, van passar els mesos i els anys, amb la nostra lenta correspondència, una creixent afició a la poesia per la meua part i un temible to escarlata banyant els seus llavis.

Un dia, quasi sense adonar-me’n, vaig acabar la meua carta setmanal amb un estimada meua, dolça meua. Aquella nit, el volum d’Estellés que descansava a l’escriptori va semblar, per un instant, mirar-me amb ulls de luxúria, prometent-me el tresor que tant anhelava.
Vaig esperar una resposta durant setmanes, confirmant amb cada moviment del minuter que tot allò havia estat un terrible error. Perdut en les batalles que es lliuraven a la meua ment, només vaig saber acudir a aquella antologia poètica que, finalment, m’havia retornat a la realitat. En obrir el llibre, va relliscar d’entre els fulls, un petit sobre sense cap inscripció. Instintivament, abandonant tota condició racional, vaig destrossar el sobre per a arribar a la carta.

 No comprenem l’amor com un costum amable,
com un costum pacífic de compliment i teles...
Desitge la ferocitat dels teus llavis sota els llençols.

Varen desparèixer les parets, la ciutat i aquell enorme toll que ens havia separat durant massa temps. M’encisava el teu perfum, com als meus somnis, de canyella. No obriria els ulls mai més, si no era per a perdre’m en la teua mirada.

lunes, 9 de enero de 2012

Continuidad de los parques, Julio Cortázar. Final alternativo.



Había empezado a leer la novela unos  días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la  finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso  despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. 


Por unos instantes, se perdió en la creciente noche, abandonado a sus pensamientos. La luz de la luna lamía con cuidado  los centenarios arboles que le acompañaban y, sin saber si era ilusión o realidad, entre las viejas ramas apareció una figura. Fugitivo y acechante a su vez, se acercaba con sigilo a su objetivo, saboreando la gloria en los labios perfilados de aquella que le había robado el alma. El puñal, acomodado en su pecho, herido de rabia y de pasión, parecía atravesarle, gélido e imparable, hasta envenenarle el corazón y robarle la mirada que había enamorado durante noches aquella cabaña. 

Un golpe seco atraviesa el parqué, el libro ha caído de unas manos temblorosas rompiendo un hechizo que había convertido a su dueño en protagonista de la ficción desgarradora de aquel tomo maldito. Recoge el libro y lo guarda con un desprecio latente en una de las estanterías de la sala. Abandona el estudio y se dirige a la habitación contigua. Allí le espera un alma derrotada por los recuerdos, abandonada a la hostilidad de unos ojos que quisieron de verdad, y unos labios perfilados con sabor a gloria.

A Virginia. Por unas clases maravillosas, y unas enseñanzas que, seguro, recordaremos siempre. Por aguantarnos como pocos y regalarnos momentos mágicos como los de hoy.