Sin
castillos, ni banderas. Sobretodo sin banderas, porque son incapaces por
definición, seguimos necesitando el templo de los perfumes para el evanescente dominio
de los olores, pequeño Jean-Baptiste.
Ni guardias con corazas, ni sirvientas abandonadas al olvido, ni consejeros
traidores. Sin rey, ni jaque mate, ni reina a la que asaltar; sin princesas, ni
monarquía omnipresente. Jugamos sin tablero a la anarquía del desorden, del
todo. Del todo y de la nada. Del siempre, y del nunca, de esas palabras
prohibidas. Anarquía de letras y acordes, que se enredan en los cristales
empañados de un país donde siempre llueve, aunque no sabe llover. Anarquía de
la gramática, la ortografía y la claridad de la escritura. Leyes finitas, que
lo infinito también lo prohibimos.
Y las prohibiciones, ¡Prohibidas!
Y si alguien desea prohibir algo más, que deje
de desear, porque también lo prohibimos, y que se lance contra la ciudad para
poner en marcha su plan maquiavélico. Como te decía, todo está hecho un
desastre. Etiquetamos las cajas y lo dejamos todo ordenado, la última vez. Pero
se sublevaron, se amotinaron, se revelaron. Fue una insurrección, una
revolución en toda regla. Y sin medidas. Rompieron todas las cajas y quemaron
todas las etiquetas, ya nadie sabe lo que es, lo que debería ser. Todos los
tableros destrozados; los reyes, blancos, negros, huían despavoridos
abandonando a reinas y princesas; y los peones, negros, blancos, aprovecharon
la ocasión para aprisionar a las elegantes damas en las cárceles que bordeaban la
partida, y las dejaban en el abismo de la mesa, perfilando sus almas contra el
cristal.
Los relojes, sí, fue desastroso.
Todas las manecillas retorcidas, convertidas en sonrisas de vencedores,
desconocíamos el tiempo. Pedimos ayuda incluso al conejo blanco de la madriguera,
pero la posibilidad de terminar anclado en un mundo sin horas se convirtió en
el peor obstáculo y la mejor defensa de la insurgencia. Ya no teníamos tiempo,
ni orden. Habíamos perdido tanto; desconocíamos el pasado, el futuro, los
minutos y los intervalos. Sólo nos quedaba el presente para guiarnos. Los
rebeldes defendían que nos habíamos liberado de las ataduras sexagesimales y de
los convencionalismos de la tinta.
Habíamos sido un reino de
estructura perfecta. Y ahora todos se habían vuelto locos, todos lo escribían
sobre sus casas con la mirada encendida, sobre las calles con pasos vigorosos,
sobre los labios de aquellos a quienes querían con besos intrépidos, la revolución es algo que se lleva en el
alma, no en la boca para vivir de ella. Telas de cientos de colores
brillaban en las calles, perseguidas por las risas de las figuras de otros
tableros. Miles de fichas, rojas, amarillas, verdes, azules, invadían las
murallas hasta derribarlas. Ahora ya tampoco teníamos defensa, ni cordura.
Al quedarnos sin nada, nos dimos
cuenta de que lo teníamos todo. Y los nuevos lingüistas prohibieron también el
todo y la nada. Y esparcieron polvo de estrellas por toda la ciudad, hasta
enterrar los castillos bajo toneladas de purpurina. Ahora son palacios de hadas
y sueños. Al final, sin Dios, ni patria, ni bandera. Al final, la anarquía del
desorden. Al final, locos sin cuerdas, sin ataduras.