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domingo, 16 de enero de 2011

4.

Despuntaba el alba sobre las blanquecinas casas que se encontraban junto al mar mientras Cristina se movía cual bailarina de ballet por la habitación. Su pelo castaño bailaba con sus pasos y los suaves rizos se mecían con la brisa marina. Vestía un corto camisón de algodón, que también bailaba al ritmo de aquella melodía mientras sus pies descalzos marcaban el ritmo. Siguió bailando, con los ojos cerrados, hasta que una traviesa lágrima resbaló por su mejilla. En su mente, una orquesta de cientos de músicos hacía que aquella clásica, típica e incluso un tanto ñoña melodía sonase como no lo había hecho en ningún auditorio. Comenzaba el espectáculo una vez más, y las afiladas manos del pianista se lanzaban a su instrumento, acariciaba las teclas mientras los primeros sonidos nacían en la cabeza de Cristina y una voz contaba la historia de aquella perdida parte de la ciudad. Cristina lloraba. Aquella no era la voz que esperaba escuchar, ella quería oír la desafinada voz de su padre, susurrando las frases al viento mientras la mecía cuando apenas era un bebé. Quería oír también la femenina y dulce voz de su madre, aquella mujer cuyo rostro apenas recordaba, tarareando aquella melodía, su melodía. Pero Cristina tuvo que conformarse con la voz de Aznavour, aquel francés de voz profunda, cantando la que había sido, en sus primeros años, su más preciada melodía.

El sonido de un ahogado motor la hizo despertar de su delirio. Abrió los ojos con delicadeza, sin prisa y dejó que una última lágrima resbalase hasta fundirse con el algodón de su camisón. Bajó las escaleras al tiempo que se colocaba el cabello y llegó a la puerta, esperando escuchar los firmes pasos del cartero y el particular sonido de las cartas resbalando bajo la puerta. Se arrodilló a unos centímetros del marco de la puerta, esperando una carta, tal sólo una que hablase de su padre, de su vida, de su paradero o incluso, y aunque a Cristina le costase admitirlo, de su muerte. Aparecieron tres cartas y el ahogado motor se perdió en el tiempo, camino de las colinas. Un pequeño sobre llamó la atención de la joven, el tono ocre del sobre reavivó la esperanza en el más profundo rincón del corazón de Cristina.

Aunque sentía que el corazón le latía a una velocidad inhumana y que sus pulmones eran incapaces de respirar, esperó hasta la llegada de Giagiá para abrir el sobre y descubrir quién lo firmaba. El destinatario de la carta era Giagiá, y en el remitente sólo aparecía una palabra: Montmartre. Los minutos pasaban lentos, se hacían eternos delante de aquel pequeño sobre hasta que, al fin, un manojo de llaves sonó al otro lado de la puerta y una jovial risa acompañó al movimiento de la puerta al abrirse.

-Kaló apógev̱ma mikrés!

-Giagiá, ha llegado carta. Ábrela, por favor.

La anciana mujer se acercó a la mesa donde reposaba el sobre, lo tomó y recorrió el corredor central hasta llegar a una pequeña mesita. Allí, abrió uno de los cajones y extrajo un abrecartas decorado con pequeñas conchas. Cuando abrieron el sobre, descubrieron un papel envejecido, lleno de arrugas y rotos y con alguna huella marcada en los laterales. A pesar de la rudeza que ofrecía una carta presentada en esas condiciones, la letra era clara, de aire aristocrático y cursiva. Después de leerla para sus entrañas, Giagiá se dispuso a relatar la carta a Cristina y Pavlo:

Querida Giagiá:
Espero que Cristina haya recuperado su sonrisa y que le estés mostrando todo lo que debe saber. Jules la echa de menos y, cuando no delira, pregunta por ella. Estamos en Paris, tú ya sabes cuál es nuestro lugar preferido de Paris. Hemos vuelto al viejo ático y todo está tal y como lo dejamos. Bueno, no todo. Encontramos una nota escondida tras la mesilla de la vieja habitación, era de Aileen…¡Está viva Giagiá! ¡La madre de Cristina, la amada de Jules y tu hija!¡Está viva! Ahora está en otro lugar, no sabemos muy bien dónde, pero sabemos que sigue viva. Estamos vigilando los anuncios de los periódicos, no sería la primera vez que Aileen intentase hablar con nosotros utilizando el periódico, pero por ahora no da señales. Jules tiene grandes lagunas y a veces olvida quien es y se encierra en su habitación.

Pronto tendremos que irnos, los vecinos sospechan y la otra noche un hombre merodeó por la plaza. Tengo miedo Giagiá, todos lo tenemos.

Te quiere,
Germain